¿Qué hacer con los privilegios?

Un día, cuando era niña, no me dejaron entrar a la escuela. Me dio muchísima vergüenza porque entendí porqué nos negaban la entrada a mi hermana y a mí. Había escuchado antes de otrxs niñxs del salón a los que les había pasado eso. Siempre se rumoraba como si fuera una especie de crimen. “No dejaron entrar a tal persona porque sus papás no han pagado la colegiatura”. Regresé llorando al coche de mi mamá.

 

Mis padres, al igual que tantos otrxs, se quedaron sin trabajo por la crisis del 2008. Me acuerdo de como cuando íbamos al super, mi mamá tenía que regresar algunos productos porque no le alcanzaba con lo que traía y como una vez a mis trece añitos, le hice un berrinche horrible porque yo no tenía “ropa de marca”. Terminó comprándome una blusa rosa de GAP que me quedaba grande para que dejara de llorar. Me da mucha pena pensar en eso ahora.

 

Estudié del kinder hasta la prepa en un mismo colegio, uno de esos para hijxs de diplomáticxs donde la mayoría son de ascendencia europea y, en este caso, de los europeos más blancos. Me crie hablando alemán, desde los 3 o 4 años, cuando nadie en mi familia tiene una herencia germana o algo por el estilo. Dentro de esa minúscula burbuja yo no me sentía blanca, yo era hija de mexicanos, no tenía un apellido extranjero y no tenía los ojos azules o verdes o el cabello rubio. Era la niña a la que no dejaron entrar a la escuela porque sus papás no pudieron pagar la colegiatura y se sentía excluida porque no iba a Estados Unidos cada vacación para comprar ropa de Hollister o Abercrombie. Conviví constantemente con personas que vivían en Las Lomas y que eran recogidas todos los días por sus choferes, cuando a mí y a algunos más nos recogían nuestros padres corriendo en su hora de comida o hacíamos las famosas rondas. No era una escuela activa de esas de hijxs de la intelectualidad española exiliada, era una escuela para los hijxs de empresarios de Bayer o banqueros suizos. Y lo odiaba.

 

El ambiente era súper conservador. Desde cómo se criticaba la libertad sexual, hasta la falta de debate, con algunas muy contadas excepciones, de la posición que ocupábamos en la sociedad. Recuerdo cómo frases del tipo “si no quieren estudiar pueden irse a una escuela pública” eran la regla. En secundaria quería cambiarme a la prepa 6 porque ya sabía que quería estudiar en la UNAM y quería escapar de ese ambiente que sentía tan opresivo, pero por diferentes razones no lo hice.

 

Sólo un par de amigxs mixs de la prepa y yo utilizábamos el metro, a muchos otros les decían sus padres que era peligroso y mejor enviaban al chofer familiar, muy a lo parásitos. Gracias  a Nelly, mi maestra de literatura, decidí que quería estudiar ciencias políticas y que quería hacerlo en la UNAM. Cuando se lo dije a la orientadora vocacional, me dijo que yo era lo suficientemente inteligente para entrar al COLMEX o al ITAM. Ella no entendía porque querría estudiar en la UNAM, incluso me preguntaron si era porque mis padres no podían pagarlo, con tono de lástima. Yo sólo pensaba que quería alejarme lo más posible de cualquier lugar que me recordara al ambiente opresivo que sentí ahí.

 

Entré a la UNAM y me comenzó a ir muy bien en las clases. Era la que más participaba y tenía esta necesidad bien aprendida de ser vista y reconocida por lxs profesorxs. Se me educó en la competencia. Toda mi vida académica antes de la universidad fue más bien mediocre y me habían hecho sentir que era tonta. Ese era mi momento de demostrar que podía, que era inteligente. Me fue bien, no hice amigxs hasta casi al final de primer semestre cuando un chico me habló y se convirtió en uno de mis mejores amigos. A diferencia de las llamadas escuelas activas, no había nadie de mi escuela en la Facultad. Poco a poco fui conociendo más gente, me hice feminista o algo así, me encandilé muchísimo con la banda de los cubos porque era lo que yo siempre había anhelado ser, estaba descubriendo un mundo completamente nuevo y me sentía muy bien. Me encantaba ir a todas las asambleas y me emocionaba muchísimo organizarme con otras para hablar de feminismo, conocernos y ser amigas.

 

A mediados de la carrera tomé un taller de feminismo y en algún momento la tallerista hizo un señalamiento que me marcó y me sigue marcando hasta este momento. Dijo: “se dan cuenta como las que más participan son siempre las que fueron a escuelas privadas y son las más blancas y privilegiadas”. Yo supe que lo decía por mí, porque yo seguía perpetuando lo que me enseñaron toda la vida: la competencia, la búsqueda del reconocimiento. Me pegó mucho porque por primera vez sentí que yo era blanca, que era privilegiada. Siempre supe que había tenido más oportunidades que el resto, pero nunca me sentí identificada con la gente con la que estudié. No fui nunca a Bar 27 o a Rhodesia o a cualquier lugar a donde fueran todxs ellxs como una forma de rebelarme ante lo que representaban y a cómo me había sentido en ese espacio por años. En mi adolescencia desarrolle un rechazo enorme a los mirreyes y a todo lo que se le relacionara, me había dicho a mí misma que yo no era eso y, sin embargo, de repente sentí que lo era.

 

Es difícil saber qué hacer o cómo sentirse cuando te das cuenta de que perteneces a un grupo por el cual siempre te sentiste rechazada, al cuál activamente intentaste no formar parte. Desde los lugares a los que iba, como me vestía hasta como hablaba, buscaba no parecerme a ellxs. Después de intentar pertenecer en la secundaria y fallar, decidí que nunca más querrías volver a intentarlo. Gran parte de como había formado mi identidad era a partir de eso y de repente me di cuenta de que, aunque no tuviera ropa de Hollister en mi adolescencia o mi familia no tuviera chofer, siempre viví en la Del Valle, nunca me faltó nada, salí de la prepa hablando tres idiomas y he viajado al extranjero. No conozco lo que es vivir en la periferia, hacer 3 horas diarias a la universidad o que te sigan en un centro comercial por tu color de piel. Soy blanca y soy privilegiada.

 

Después de haberme dado cuenta de esto me comencé a sentir incómoda en todos lados. Era conocer una verdad que no tenía idea de como procesar, me sentía avergonzada todo el tiempo, ya no sabía si mis acciones o mi mera presencia implicaba quitarle espacios a otrxs. Si en las clases siempre participamos lxs de escuelas privadas, tal vez era mejor que dejara de participar. Comencé a ponerme paranoica, sentía que todo el tiempo se me juzgaba desde esa óptica. Siempre que veía en twitter las críticas (en su mayoría muy bien fundamentadas y que a mí me encantaba hacer) a las blancas, a las privilegiadas y a las feministas de la Del Valle, no podía dejar de pensar que se trataba de mí.

 

Sentía que tenía dos caminos, dejar de participar en asuntos políticos de la “izquierda no-intitucional” porque no sería capaz de entender las realidades de otrxs o ponerme a la defensiva en plan: “no somos todxs así”. Me torné por un tiempo más al primero y a la paranoia constante de no poner nada en redes porque sentía que todo lo que dijera iba verse como una confirmación de lo blanca que era. Estos dos caminos me parecen horribles en este momento.

 

Después de pensar y hablarlo mucho con una amiga en una situación similar me doy cuenta de que no sirve de nada sentirse paranoica o culpable. Que es difícil darse cuenta de las implicaciones de nuestros lugares de enunciación y lo que significa nuestra presencia en el mundo. He deconstruido muchas de las prácticas que me inculcaron desde pequeña, o eso he ido intentando, y me doy cuenta de que no se trata de dejar de decir lo que una piensa, sino de hacerlo sabiendo del lugar del que se parte, con la escucha en primer lugar cuando se busca comprender luchas y experiencias ajenas. Me cuesta mucho trabajo terminar de quitarme de encima la sensación de incomodidad al leer las críticas que antes yo hacía tan felizmente, me cuesta dejar de tomármelo personal. Es algo que trabajo diariamente, me digo a mí misma que, aunque soy privilegiada, sé también que no quiero hacer sentir jamás a nadie como me sentí cuando no me dejaron entrar a la escuela en la primaria y que al menos eso lo tengo claro desde hace mucho. Creo profundamente que, si bien no se puede cambiar al sistema a través de acciones individuales, son ellas las que lo perpetúan y sobre ellas podemos actuar. Sé que tiene, muy en lo personal, un mérito haberme atrevido a salir de una burbuja que fue lo único que conocí por 16 años.

 

Escribo esto ahora porque todavía no sé como terminar de integrar estas diferentes dimensiones de mi persona, todavía no sé qué hacer con la consciencia de mi privilegio porque haberme dado cuenta de mi lugar en la sociedad trastocó mi identidad. Escribo para invitar a otrxs que se estén haciendo estas preguntas a dialogar juntxs y pensarnos desde otros lugares. A no tenerle miedo a reconocer que una parte nuestra es la del privilegio pero que no nos determina ni nos define. Es mejor hacerla propia que caer en un dolor burgués estéril, inmovilizador y hasta cierto punto ridículo o en sentir que el camino que queda es ponerse a la defensiva y hablar de “racismo inverso” u otras cosas que no existen. Estoy segura de que se pueden tender puentes y crear formas de relacionarnos que no repitan los valores que nos inculcaron, de competencia, perfección y productividad. Que se pueden encontrar formas de construir juntxs sin hablar en nombre de nadie ni adoptar complejos de “salvador blanco”. Sólo que es más difícil hacerlo.

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