Recuento de un día

En esta noche sin luna ni estrellas, con aires de eternidad y abandono, existe la ciudad. La del antiguo resplandor aún palpable en sus paredes derruidas, ya sin ventanas ni puertas, sólo fachadas y pedazos de muros prevalecen con el antiguo color desvanecido. El calor inclemente no da tregua ni por las noches, y el viento en su soberbia no sopla.

Sombra de sí misma, la ciudad se alza frente al mar y su brisa de sal. Se enfrenta diariamente a las inclemencias de su existir, al calor de un sol que ya nadie siente y su baño de luz rosada en cada amanecer. La luz se escurre por los rincones, por las grietas de las paredes y los huecos en los que antes hubo puertas. Pareciera que todo en realidad fuera sólo una conspiración de esa luz matinal. Resquebrajar la ciudad fantasma para entrar a sus rincones, jugando a ser los pasos que alguna vez recorrieron las calles. En la gran ciudad fantasma ya sólo vive la maleza que ha logrado recuperar el territorio usurpado y ha renacido en los lugares menos esperados.

La resilencia de la naturaleza cobra vida en los árboles gigantes que crecen en los segundos y terceros pisos de las casonas coloniales, lanzan sus ramas al mundo a través de las ventanas rompiendo el concreto a su paso. Esa mezcla de violencia natural con el deseo esfumado del ser humano de mantener el orden, la calma y defender el raciocinio hacen de la ciudad el lugar más bello del mundo. Las contradicciones en paz y armonía.

Al medio día el calor es extremo y la humedad aumenta. Las casas crujen y lo que queda de los viejos pisos de caoba se queja en chirridos de dolor. La vida misma lo destruye todo. El mar responde implacable a toda la destrucción citadina. Con su oleaje desgasta poco a poco el malecón, sabe que se sufre más con esa destrucción continua pero lenta.

A media tarde comienza a llover. Las manchas húmedas en las casonas se alimentan de esa lluvia y ese calor tan tropical. El agua escurre por la calles, inunda los cuartos, pudre la madera y alimenta las raíces. El viento que la acompaña hace crujir una vez más las construcciones. La ciudad ruega ser destruida, pero la violencia de los elementos tiene un ritmo propio. No derrumba de inmediato.

Los atardeceres siempre duelen un poco más. La luz no baña los cuartos a la intemperie ni las construcciones sin techos. No hay luz rosada que quiera jugar a recordar lo que alguna vez fue. El cielo cambia de color pero el sol no regala sus rayos a la ciudad. La humedad ahoga un poco más que antes. Todo lo que alguna vez tuvo algún brillo lo ha perdido para ser puro color óxido, recubierto de moho. Al caer la noche vuelve a ser lo mismo, la obscuridad y el abandono. El oleaje y el golpeteo de las olas contra el malecón como recordatorio que hay vida. El crujir de los viejos edificios, devorados por raíces hambrientas. Nunca hubo más vida.

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